<<Con
los recuerdos hacemos lo que queremos>>
Cuestiones de rigor
Seguro
han escuchado sobre la información de rigor. De esa que en los encuentros
casuales con desconocidos uno suele preguntar: ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad
tienes? ¿Tienes novio? ¿Te tomas algo? ¿Te gusta el café? Desde este punto debo
decir que nací en Bucaramanga Santander en el año de la nueva constitución, en la
hoy en día demolida clínica Santa Teresa cerca al estadio Alfonso López, sin el
bullicio de las barras bravas o la calilla de algún Hulligan de vereda. Una
espera sin aspavientos, muy tranquila, muy serena; en el registro no figura el
profesional que certificó mi llegada a este escenario –nombre: ilegible–, a
esta miscelánea de pasiones. Frank Orduz Rodríguez me llamaron aunque otros
nombres por esos lares resonaban, y no muy agradables para mi gusto actual.
De
las fotografías, veo que hubo bellos momentos, que mi madre se sentaba en el
prado cobijado de flores amarillas mientras me tenía en su regazo; mi padre en
su mecedora hacia sus mejores arrumacos mientras me cargaba; mis tíos me zarandeaban mientras estaba en sus
brazos y desde arriba los veía, eso me hacía gracia; mi bautizo fue severa
furrusca, concurrieron muchas personas. Si tuve a papá y mamá en casa. Por las
fotografías puedo ver que hubo cosas en casa que desde antes eran así, inmutables,
pues mi padre en su mecedora era una foto clásica, pues allí muy temprano, se
sentaba, me despedía cuando iba al colegio, me recibía, y allí se sentaba en las
tardes a escuchar la radio de color amarillo, enredado en su muñeca, ese radio
de noticias y partidos del atlético Bucaramanga. El patio de mi casa es algo
que no cambió y creo que no cambiará, pues donde se seca la ropa una vez, allí se
sigue extendiendo. Igual el frente de mi casa, color curuba un portal con tejas
rojas, rejas blancas de puntas doradas, clásico que hasta el día de hoy se
mantiene.
Mi
madre una ama de casa comedida, tranquila, sensible, encantadora, comprensible,
hermosa, cautivadora. Nunca le dije mami, pero siempre y hasta el día de hoy le
digo mi amada. De pocos gritos y alharacas, solo le basta hacer una mirada de
desaprobación y es como si me dieran un torcido en el brazo. Mi padre un hombre
que como el vino, se hizo más bueno con los años, siempre lo conocí pensionado,
buen jugador de cartas; de el heredé el gusto por lo verde, por las rancheras,
por la música de los Visconti que años más tarde la escuche en la voz de Calamaro,
artista que aunque no emuló las melodías de la samba de la esperanza con
majestuosidad, otras tonadas y de su estilo españolado si fueron bien logradas.
Silva y Villalba con el pescador lucero que en una cartilla de “Habilidades
comunicativas” vine a conocer, Jorge Velosa y los carrangueros de Ráquira, esta
última, música que celebro y que me encanta. Ya más adelante, muy adelante me
encontraría con otras alternativas musicales que se convirtieron en gusto.
Muy
temprano, después de mi llegada a este escenario, arribamos a Piedecuesta, en
el mismo barrio hasta mi mayoría de edad vivimos, no fuimos de trasteos; muy
tradicionales, de reyes magos, semana santa, de madres, de padres, de cometas,
de amor y amistad, de disfraces y diciembres. Nada de costumbres fuera de lo
común, muy colombianos –hago la salvedad que ninguna es autóctona pero si se
criollizaron–. Momentos alegres, momentos tristes, de desconcierto, allí en el
barrio San Cristobal, un barrio tranquilo, cerca a la montaña.
Personas
importantes pasaron por mi casa, personas que amigos de mi padre se
convirtieron en mis amigos, en mis viejos amigos, igual que el titulo de algún
escrito que guardo sobre ellos. No aprendí a jugar cartas con ellos, ni
mirándolos, ya que mi padre miraba con recelo el que me aferrara a dichos
juegos, sin embargo mi madre desde la ventana me explicaba las jugadas de mi
padre con gestos de desaprobación o beneplácito. Aprendí a jugarlas pero hasta
el sol de hoy me cuesta ganarle a mi madre, es una estratega y sabe cuándo se
lanzan y cuando no.
La
mejor pintura de mi vida: esa con fondo curuba, en donde cuatro individuos
mayores, uno de piel quemada, ojos achinados, de sonrisa constantes se carcajea
mientras otro de ellos, de sombrero, bien vestido, con apariencia de
prestamista de pueblo le miraba no gustoso. Al lado de estos, un caballero muy
“acubanado”, del color de la raza más sabrosa, de ajuares blancos, de sonrisa tranquila,
mirada amistosa y de noble silencio. Y el rey, así le llamaba, el rey, un
hombre grueso, de amable gesto y concentrado en el juego. Todos ellos jugando
cartas y tomaban tinto. En la ventana de esa pared curuba, una mujer asomada,
atenta a las jugadas, relajada. Afuera y junto a todos los jugadores un pequeño
de facha casera, de chanclas a medio poner, sentadito en una pequeña butaca,
pendiente y fisgoneando las cartas de los jugadores. Esta es la mejor pintura de
mi vida. Pasaron más personas pero nada como esta pintura.
Olores
Mi
madre en un frasco tranparente guardaba una fragancia de color amarilla, de
aspecto aceitosa, la cual usaba cuando salía a hacer sus vueltas, pago de
recibos, compras personales u hogareñas, de repente a acompañar a papá al
cobro, pero lo tortuoso era cuando me convidaba a acompañarla. Me gustaba salir
con ella, pues salir en bus para mí era maravilloso, cuando no me mareaba. Pero
salir era lindo con mamá, pues aunque no era solvente, con ella me divertía, en
el bus jugábamos a leer las vallas publicitarias y cuando estábamos en algún
‘trancón’ lanzábamos alguna palabra escrita en algún sitio y nos preguntábamos
uno al otro en donde se encontraba la palabra. Insisto, cuando no me mareaba.
Por
la parte de mi padre, su olor era bien elegante, bien perfumado salía a la
calle, con la camisa bien templada, con los zapatos bien lustrados, con su
cabellos bien peinado, propio el caballero.
No
puedo olvidar el olor a dulce de mi nona Leonor, ese olor a muñeca de ático,
daba gusto abrazarla, pues era un olor acogedor, un olor a confite, un olor a
venga te sobo la rodilla que te molestaste el fin de semana en el polideportivo
del barrio. Ese olor a venga le hago unas onces, una agupanela, y luego venga
le hecho un chorrito de aguardiente para que se le quite el frío. Los olores
realmente me evocan tantas cosas.
Camino de mi escuela
Ahora
veo esa pequeña escuela, como de juguete, como de vereda, enmontada, de paredes
verdes y blancas, de siete salones, de rin rin renacuajos, de izadas de
banderas en el polideportivo. La recuerdo en sepia, recuerdo su aroma, en los
días de lluvia, en los días soleados. Matemáticas, español, ciencias naturales,
sociales, educación física, ingles, ambiental, artística, ética y valores; mi
profesor sabia de todo. El mismo salón todo el año, varios sitios de recreo, no
éramos tan territoriales en primaria, hoy podíamos estar subidos en un árbol
cualquiera, mañana no salir de la cafetería, la otra semana la fiebre futbolera
y dos o tres días detenidos en el salón por no hacer las tareas. Evidentemente
a un niño le molesta la monotonía. Detrás de la escuela una quebrada que algunos
aprovechaban para sacar de ella insípidos cangrejos, diáfanos pececillos y
alguna que otra pertenencia perdida. Esta misma que en tiempos de lluvias
inundaba la escuela, que aplazaba las clases, y con dos o tres basares recuperábamos
lo que el agua se llevaba. Mi escuela quedaba en un hoyo, y popularmente así se
llamaba, “el hoyito”. La escuela San Cristóbal me acogió durante toda mi
primaria. En el año 1995 a la edad de cuatro años empecé mis estudios, la corta
edad y no reglamentaria no fue impedimento para ingresar allí. Mi madre me
llevaba todas las mañana a esta pequeña escuela macondiana, de polvorientos y
empinados caminos, de calurosos salones con tejas de zinc, de tangaras y de
filas para todo. Mi madre como un carro de feria se terciaba mi lonchera, mi
pequeño bolso, los trabajos o carpetas y si llovía me cargaba para que mis
zapatos no perdieran el brillo que todas las noches mi padre lograba mientras
escuchaba noticias sentado en su mecedora milenaria, “la dormilona”. Le
abrazaba con fuerzas a despedirme y me ceñía por un momento a su cuello, pero
pocas veces volteaba para decir adiós de nuevo, además de mis ganas por ir a
esa escuela, las empinadas bajadas por cuestiones gravitacionales con más
fuerza me encausaban al salón.
El
salón de clase era grande de minúsculas mesas de plástico compartidas, frente a
la entrada de ese salón colorido el escritorio de la profesora, “la profe” era
bien bonita. Encima de su escritorio, porta lápices y colores, pequeñas
manualidades, regalos de antiguos alumnos. A su lado un armario en donde
colgábamos las loncheras, los bolsos, y los suéteres –en los días de lluvia cuando no eran
tempestuosos–. Hago énfasis en mi lonchera porque la recuerdo con mucha
alegría, uno de niño no come todo lo que le dan o lo que consigue, así que para
evitar estos inconvenientes alimenticios, inteligentemente las madres han
diseñado una dieta basada en galletas, jugo y gelatina, algunas mas
ostentosas. El salón tenía un espejo de
gran tamaño, del mismo ancho de la pared, pero uno de niño, el egocentrismo lo
proyecta en caprichos diferentes al de verse bien o tomarse el tiempo de
arreglarse en el espejo –hablo de esos tiempo no tan lejanos–. Encima del
tablero un llamativo abecedario, uno de mis primeros contactos con las letras,
antes de las vocales con lentejas y lentejuelas. Luego de eso las planas de la
vocales –Aa-Ee-Ii-Oo-Uu –, las imágenes con alguna palabra que comenzara con la vocal de turno, y por supuesto, la tan
mentada canción de las vocales. Aun la cantan en los jardines infantiles, y
hacen coreografías. Del mismo modo se aprendían los números, eran clases de
artística. Las clases de fonética eran con las canciones clásicas del kínder,
era siempre el mismo cassette. Luego llegábamos a las combinaciones de
consonantes y era el mismo relato: rellenar con arroz, con lentejas, con lentejuelas, o escarcha, luego mas sellos con
mas imágenes; el verdadero interés era colorearlos. Además siempre pensé que los
dibujos de la profesora eran perfectos hasta que descubrí el truco: era un
balde de pequeños cuadros que estampaba imágenes, Aros, burros, casas, dados
etc. Y no podía pasar sin ser nombrado el sello con caras feliz o triste, este
era el motivador de los chicos del salón de clase. El siguiente nivel eran las
frases aliteradas, fáciles de memorizar y enfáticas en su “deseo”, de allí la
famosa, “mi mamá me mima” y “la mamá ama a memo”; al parecer esta frase logra
causar conmoción en cada viaje al recuerdo, porque aunque vocifero diciendo que
escribo y leo, todo a veces es tan limitado como ésta frase. Otra de las formas
más avanzadas en el proceso de acercamiento con las proyecciones de la lengua
era las imitaciones de los garabatos que la profesora marcaba en la pizarra, en
letra cursiva o como le llamaba letra pegada. Nunca solté mi mano. Otra de las
prácticas de escritura eran las notas para pedir dinero a los padres; más
plastilina, más crayolas, más resmas de papel, más rollos de papel, más
toallas, papel higiénico más tablas con punzones, otra vez más plastilina, o
alguna actividad cultural.
NOTA: señora –y el nombre de mi madre lo
escribía yo con un color– la presente es para comunicarle que debido a la
semana cultural que se acerca los chicos de kínder preparan un baile folclórico
para el cual requieren un preparador y el alquiler de sus trajes. Para esto
hemos de organizar una verbena en la cual necesitamos de su colaboración. Cada
chico debe traer un producto para la venta en nuestro evento.
Sobre
la lectura, era cuestión de repetir y repetir frases, pequeños enunciados
aliterados, con mensajes limitados o en algunos casos sin ninguno. Igual con
las canciones, solo se quedaban en melodías pegajosas que se repetían a parte
de cada clase, en reuniones de casa. Leí algunos escritos que les llamaban
cuentos llenos de prejuicios y moralejas, de esos que dicen a las personas que
hacer, de esos que magnifican la culpa, de esos que escrutan nuestros deseos y
los clasifican en malos y buenos. A los niños les encanta cuando las palomas
vuelan, cuando la pelota rueda, cuando el timbre suena, cuando los carros hacen
run, ¿por qué no comenzaron por ahí? Parece simple esta mirada pero que más se
le puede pedir a uno, con seguridad y aunque a uno le guste ir a la escuela,
uno se acuerda de las raspaduras, de los pantalones rotos, las rondas, el
resbaladero, la rueda de centrifugado, el machin-machon. Mi quijada fue
remendada dos veces en primaria, nunca quebré un vidrio pero si corrí con el
travieso que si lo hizo, jugué cazadores y venados y atrape mariposas que
salían en días húmedos, imagine estar vestido con cota de malla para amenguar
las puntas de las espadas enemigas, mi padre era el herrero, ayudaba con la
causa, conseguía tablas de cajas de tomate y las fabricaba; yo era el encargado
de darles color y luego usarlas. Al colegio no podía llevar ese tipo de armas
corto-punzantes, y de igual forma no me dejaban en casa. Desde luego que la
escuela era divertida, no pase por lo que hablaban mis padres, de rocas o ladrillos
en las manos y arroces en las rodillas; pienso que si me divertí, pienso que si
aprendí, no digo que hallas sido malo. Si esto sigue así de entretenido más
adelante sabrán ustedes que hubo cosas muy practicas, esas que aprendí en
primaria y que me ayudaron a reconocer la grama, el prado y la maleza. Lo
anterior tómenlo como se les antoje, de todos modos creo que en cualquier
sentido, ya sea literal o metafórico aplica.
¡Si
aprendí! Aprendí que los niños a un lado y las niñas al otro, que los más altos
atrás y los más pequeños adelante, que los que se portaban mal firmaban el
observador, que al salón de profesores no se entra y no se va a hacer cocos,
que los profesores no se asolean, que las profesores hablaban más en los
pasillos que los alumnos en los salones. Por fortuna si aceptaban los cielos
morados, los prados celestes, los ríos dorados, las casas con habitantes
gigantes y personas de pieles indias y ropa formal. Pero también aprendí buenas
cosas. Ya pasamos por las vocales y las combinaciones, es curioso como
aprendimos a leer los veinticinco criaturos de ese salón.
En
primero primaria y tan rápido empecé a sentir dolores de estomago para no
entrar a clase, más o menos me daban dos veces por semana y la profesora le
decía a mi madre que tenía dolores de buche frecuentemente, y lo acompañaban
con miradas socarronas mientras se comunicaban el trabajo del día siguiente. De
primero primaria tengo muy bellos recuerdos, con seguridad mi profesora contaba
cuentos como ninguna otra persona, historias verdaderamente novedosas, que no
se conseguían en libros, algunas otras trocadas con leyendas propias de las
veredas de Piedecuesta. Se movía con el ritmo de la historia, hacía gestos,
pasaba por los pasillos de pupitres, recorría todo el salón, hacia sonidos
onomatopéyicos. Ella sí que sabía contar. Irreverente, también contaba sin
recatos a algunos padres sobre algunas de las malas inversiones de mi péquela
escuela. En primero aunque tuve dolores de estomago, el parque de juegos y
seguro no solo para mi, el salón era tan placentero como el polideportivo.
Todos
los salones de la escuela eran de las mismas dimensiones, la misma
arquitectura, la misma pintura verde manzana y blanca de guarda escoba negro,
sola que cada vez que se avanzaba en años cursados se iba opacando de forma
visible. Las cartillas empezaban más hojas, más letras y menos dibujos, los
trabajos para entregar se tornaban menos tornasolados, y las tareas que en años
anteriores hacía con más garbo, ya eran mezquinas en cierto modo, aunque la responsabilidad
de hacerlas aun mantenía el interés por hacerlas, pero más de una vez estuve
privado del descanso, aunque eran situaciones aisladas, y no cause dolores de
cabeza a mi profesores.
Mi
escuela aunque imperceptible en ese entonces para mi, tenía problemas que
agobian aun la sociedad en la que vivo y ahora en mayor escala. No me fijaba
que varios de mis compañeros de clase eran maltratados fuertemente por sus
padres, que algunos sufrían de iras sempiternas, herencia de un hogar, tal vez
de mamá, tal vez de papá. Varias veces vi a una compañera de clase con sus
pequeñas piernas moradas, alguna con su cara enrojecida, Otras pequeñas
personas llenas de amargura, me llevaban años luz de realidad. Algunos
trabajaban llevando aguas mazas, otros más afortunados ayudando a sus madres
solteras en puestos de mercado, y allí entre todo eso yo, incauto, con
cuadernos nuevos, con pantalón nuevo, zapatos lustrados, con bolso sin rotos,
con colores recién aguzados, jugando a las mismas cosas que ellos, estudiando
lo mismo, sentado en el mismo salón, quizás compañero de pupitre. Yo, el
aventajado no era tan aventajado como parecía serlo, yo debí serlo, yo no
cargaba con esas cosas, yo no tenía una madre soltera, ni un padre alejado, no
tuve un techo prestado y tuve la barriga llena.
Nunca
pude entrar al aula máxima, de ella solo conocí las columnas que el día de mi
salida de quinto grado y desde un tiempo atrás ya estaba llenas de verdín, se
veían más delgadas desde su construcción, esa misma construcción a la que
esperé entrar cuando en febrero, uno empezaba a detallar las cosas que le
habían cambiado a la escuela, esas productos de los bazares y boletos de rifas
–la primera queja de los papás–, Las rifas. Lo bazares los hacían dentro de la
escuela, frente a los salones de cuarto, quinto y la dirección. Sacaban todos
los pupitres y los papás asistían, no todos, a esos eventos donde nosotros sus
pequeños hijos teníamos actos organizados, populares, presentaciones,
imitaciones de las cosas de moda en ese entonces y los profesores se dejaban
seducir por las botellas vacías, por las risas, y algún coqueteo con una madre
o profesora. Los chicos, la mayoría consagrábamos esas fiestas para empuercar
todas nuestras mudas recién planchadas. Quince días después la escuela
convocaba una reunión en la cual se daba cuenta de lo recogido en el bazar,
pero como las columnas lo decían: no era suficiente.
Había
un endeble muro en donde los profesores no nos dejaban jugar por cuestiones de
estabilidad y de carne molida. De ladrillos –de 10 por 4 por 23–, de cemento
gastado, de verdín, con una sinuosa inclinación, esas que preocupaba a los
profesores. Al otro lado del muro, y parece ser algo natural del ser humano,
saber qué hay del otro lado, era algo que hasta tercero primario me intrigó,
siempre me atrajo la idea de saber que había allá. Veo jóvenes que fisgoneaban
hacia la escuela, pedían que les enviaran el balón cuando lo lanzaban hacia la
escuela. Había una cancha, pero debía haber algo más, algo más grande. De allí
venia la quebrada, y si en este lado se encontraban pequeños peces y algunos
cangrejos, allí deberían haber más, mucho más, y no solo eso, tenían que haber
más cosas, más pertenencias atascadas y sedimentadas. Efectivamente además de
las cosas mencionadas, habían arboles a montón, cinco canchas, vacas, terneros,
un camino hacia otro barrio vecino, al punto al que quiero llegar con esto era
que existía otra forma, otro modo, ese muro que nunca se ha arreglado encapuchaba
otra opción. El muro se fue a abajo, taparon con poli-sombra por un largo
tiempo, era fácil pasar al otro lado, luego sin demoler el resto del muro
endeble que quedo en pie, solo taparon y con algunos ladrillos que quedaron del
derrumbe, de hecho hicieron una puerta, pero eso siguió siendo un peligro.
Imagino
que en este título se esperaba alguien que hablara sobre las cosas que en mi
vida no terminé o vi concluir, pues en una escuela pública, de 6 salones
contando la dirección, son los profesores, los padres y los alumnos quienes
construyen muros, levantan plataformas, consiguen arcos de futbol usados,
siembran flores los sábados, y maquillan los muros agrietados con mensajes
coloridos como, ¡gota a gota el agua se agota!
La niñez fue transmutando
Todas
las mañana me levantaba a eso de las 5:30 am, el despertador era el ramillete
de noticias vespertinas y el chorro del agua que caía en un platón que le
llamaban tina, y dentro del él, un pote que le llamábamos ponchera. Nunca
tuvimos una tina en casa, y no éramos extravagantes, pues bañarse con una
ponchera sería como tener un expendedor de chocolates al lado del sanitario,
extravagante. Muchas veces, la mayoría, las sabanas me detenían y en esas
situaciones entra mamá, con la mano mojada, despacio sin aspavientos, y me
chispeaba en la cara, cosa que yo de un salto quedaba sentado; ella riéndose me
decía, “le va coger el tarde”. El desayuno era chocolate queso y pan, café
galletas y huevo, chocolisto arepa y queso, sándwich y chocolate, La variedad
en mi casa eran deliciosa. Mi barriga siempre estuvo llena por fortuna. Ya no
me llevaban al colegio, ya no me alistaban la maleta y por eso los libros de
toda la semana nunca salían de la maleta, era el típico chico con una maleta
monumental, era más maleta que cuerpo, se podrán hacer a la idea fácilmente,
pues aun podemos ver a esos chicos en los colegios. Hay cosas que nunca
cambian. Parece que no cambian los libros de textos, que de kínder a quinto le
piden a los chicos para leer y hacer las trivias en veinte minutos, las
comprensiones de lectura. Los cuestionarios sobre de diez preguntas sobre
lecturas de diez párrafos, que se realizan en grupos de cinco personas. Esto
puede ser una de las posibles causas por las cuales los estudiantes se reparte
un texto de una hoja para exponer.
Recuerdo
que las lecturas en tercer grado eran “científicas”, era la primera vez que el
profesor se dirigía a chicos de primaria, pues siempre estuvo en grados altos
de bachillerato y en los grados finales. Sin embargo fue el profesor el que nos
exigió realmente, nos desafió, pues las lecturas eran fragmentos reales libros.
De dichas lecturas se desprendían unos cuestionarios, los cuales tenían respuestas
en orden de aparición en el texto: Lorena las primeras cinco preguntas, por
consiguiente los cinco primeros párrafos; Darío las cinco siguientes y yo las
cinco últimas. Conozco de estos cuestionarios monótonos y de solo referenciar
información, pues aun suelen aparecer en alguna que otra clase de la
universidad.
Luego
en el colegio, la María, Amalia, Robinson Crusoe, El relato de un naufrago,
Doce cuentos peregrinos, EL caballero de la armadura Oxidada, cuentos de
Cortazar, Cien años de soledad, Los funerales de la mamá grande, viaje al
centro de la tierra, el coronel no tiene quien le escriba… –Haga un resumen del
texto– como no nos enseñaban las macro-reglas, esos resúmenes eran más largos
que las mismas obras. Los resúmenes debían ser ilustrados, algo rescatable, pero
no pasaba de la literalidad.
Hasta
el solo de hoy trabajamos por romper el paradigma de la literalidad, y aunque
en una carrera de literatura eso debería estar arreglado, mentiría diciendo que
no me ha sido difícil leer profundamente. Por fortuna el tiempo ayuda y las
repeticiones permiten llegar a puntos, a veces desesperados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario