domingo, 31 de marzo de 2013

Mi AUTO-biografía: una propuesta para mostrar


<<Con los recuerdos hacemos lo que queremos>>

Cuestiones de rigor
Seguro han escuchado sobre la información de rigor. De esa que en los encuentros casuales con desconocidos uno suele preguntar: ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes novio? ¿Te tomas algo? ¿Te gusta el café? Desde este punto debo decir que nací en Bucaramanga Santander en el año de la nueva constitución, en la hoy en día demolida clínica Santa Teresa cerca al estadio Alfonso López, sin el bullicio de las barras bravas o la calilla de algún Hulligan de vereda. Una espera sin aspavientos, muy tranquila, muy serena; en el registro no figura el profesional que certificó mi llegada a este escenario –nombre: ilegible–, a esta miscelánea de pasiones. Frank Orduz Rodríguez me llamaron aunque otros nombres por esos lares resonaban, y no muy agradables para mi gusto actual.  
De las fotografías, veo que hubo bellos momentos, que mi madre se sentaba en el prado cobijado de flores amarillas mientras me tenía en su regazo; mi padre en su mecedora hacia sus mejores arrumacos mientras me cargaba;  mis tíos me zarandeaban mientras estaba en sus brazos y desde arriba los veía, eso me hacía gracia; mi bautizo fue severa furrusca, concurrieron muchas personas. Si tuve a papá y mamá en casa. Por las fotografías puedo ver que hubo cosas en casa que desde antes eran así, inmutables, pues mi padre en su mecedora era una foto clásica, pues allí muy temprano, se sentaba, me despedía cuando iba al colegio, me recibía, y allí se sentaba en las tardes a escuchar la radio de color amarillo, enredado en su muñeca, ese radio de noticias y partidos del atlético Bucaramanga. El patio de mi casa es algo que no cambió y creo que no cambiará, pues donde se seca la ropa una vez, allí se sigue extendiendo. Igual el frente de mi casa, color curuba un portal con tejas rojas, rejas blancas de puntas doradas, clásico que hasta el día de hoy se mantiene.
Mi madre una ama de casa comedida, tranquila, sensible, encantadora, comprensible, hermosa, cautivadora. Nunca le dije mami, pero siempre y hasta el día de hoy le digo mi amada. De pocos gritos y alharacas, solo le basta hacer una mirada de desaprobación y es como si me dieran un torcido en el brazo. Mi padre un hombre que como el vino, se hizo más bueno con los años, siempre lo conocí pensionado, buen jugador de cartas; de el heredé el gusto por lo verde, por las rancheras, por la música de los Visconti que años más tarde la escuche en la voz de Calamaro, artista que aunque no emuló las melodías de la samba de la esperanza con majestuosidad, otras tonadas y de su estilo españolado si fueron bien logradas. Silva y Villalba con el pescador lucero que en una cartilla de “Habilidades comunicativas” vine a conocer, Jorge Velosa y los carrangueros de Ráquira, esta última, música que celebro y que me encanta. Ya más adelante, muy adelante me encontraría con otras alternativas musicales que se convirtieron en gusto.
Muy temprano, después de mi llegada a este escenario, arribamos a Piedecuesta, en el mismo barrio hasta mi mayoría de edad vivimos, no fuimos de trasteos; muy tradicionales, de reyes magos, semana santa, de madres, de padres, de cometas, de amor y amistad, de disfraces y diciembres. Nada de costumbres fuera de lo común, muy colombianos –hago la salvedad que ninguna es autóctona pero si se criollizaron–. Momentos alegres, momentos tristes, de desconcierto, allí en el barrio San Cristobal, un barrio tranquilo, cerca a la montaña.
Personas importantes pasaron por mi casa, personas que amigos de mi padre se convirtieron en mis amigos, en mis viejos amigos, igual que el titulo de algún escrito que guardo sobre ellos. No aprendí a jugar cartas con ellos, ni mirándolos, ya que mi padre miraba con recelo el que me aferrara a dichos juegos, sin embargo mi madre desde la ventana me explicaba las jugadas de mi padre con gestos de desaprobación o beneplácito. Aprendí a jugarlas pero hasta el sol de hoy me cuesta ganarle a mi madre, es una estratega y sabe cuándo se lanzan y cuando no.
La mejor pintura de mi vida: esa con fondo curuba, en donde cuatro individuos mayores, uno de piel quemada, ojos achinados, de sonrisa constantes se carcajea mientras otro de ellos, de sombrero, bien vestido, con apariencia de prestamista de pueblo le miraba no gustoso. Al lado de estos, un caballero muy “acubanado”, del color de la raza más sabrosa, de ajuares blancos, de sonrisa tranquila, mirada amistosa y de noble silencio. Y el rey, así le llamaba, el rey, un hombre grueso, de amable gesto y concentrado en el juego. Todos ellos jugando cartas y tomaban tinto. En la ventana de esa pared curuba, una mujer asomada, atenta a las jugadas, relajada. Afuera y junto a todos los jugadores un pequeño de facha casera, de chanclas a medio poner, sentadito en una pequeña butaca, pendiente y fisgoneando las cartas de los jugadores. Esta es la mejor pintura de mi vida. Pasaron más personas pero nada como esta pintura.

Olores
Mi madre en un frasco tranparente guardaba una fragancia de color amarilla, de aspecto aceitosa, la cual usaba cuando salía a hacer sus vueltas, pago de recibos, compras personales u hogareñas, de repente a acompañar a papá al cobro, pero lo tortuoso era cuando me convidaba a acompañarla. Me gustaba salir con ella, pues salir en bus para mí era maravilloso, cuando no me mareaba. Pero salir era lindo con mamá, pues aunque no era solvente, con ella me divertía, en el bus jugábamos a leer las vallas publicitarias y cuando estábamos en algún ‘trancón’ lanzábamos alguna palabra escrita en algún sitio y nos preguntábamos uno al otro en donde se encontraba la palabra. Insisto, cuando no me mareaba.
Por la parte de mi padre, su olor era bien elegante, bien perfumado salía a la calle, con la camisa bien templada, con los zapatos bien lustrados, con su cabellos bien peinado, propio el caballero.
No puedo olvidar el olor a dulce de mi nona Leonor, ese olor a muñeca de ático, daba gusto abrazarla, pues era un olor acogedor, un olor a confite, un olor a venga te sobo la rodilla que te molestaste el fin de semana en el polideportivo del barrio. Ese olor a venga le hago unas onces, una agupanela, y luego venga le hecho un chorrito de aguardiente para que se le quite el frío. Los olores realmente me evocan tantas cosas.

Camino de mi escuela  
Ahora veo esa pequeña escuela, como de juguete, como de vereda, enmontada, de paredes verdes y blancas, de siete salones, de rin rin renacuajos, de izadas de banderas en el polideportivo. La recuerdo en sepia, recuerdo su aroma, en los días de lluvia, en los días soleados. Matemáticas, español, ciencias naturales, sociales, educación física, ingles, ambiental, artística, ética y valores; mi profesor sabia de todo. El mismo salón todo el año, varios sitios de recreo, no éramos tan territoriales en primaria, hoy podíamos estar subidos en un árbol cualquiera, mañana no salir de la cafetería, la otra semana la fiebre futbolera y dos o tres días detenidos en el salón por no hacer las tareas. Evidentemente a un niño le molesta la monotonía. Detrás de la escuela una quebrada que algunos aprovechaban para sacar de ella insípidos cangrejos, diáfanos pececillos y alguna que otra pertenencia perdida. Esta misma que en tiempos de lluvias inundaba la escuela, que aplazaba las clases, y con dos o tres basares recuperábamos lo que el agua se llevaba. Mi escuela quedaba en un hoyo, y popularmente así se llamaba, “el hoyito”. La escuela San Cristóbal me acogió durante toda mi primaria. En el año 1995 a la edad de cuatro años empecé mis estudios, la corta edad y no reglamentaria no fue impedimento para ingresar allí. Mi madre me llevaba todas las mañana a esta pequeña escuela macondiana, de polvorientos y empinados caminos, de calurosos salones con tejas de zinc, de tangaras y de filas para todo. Mi madre como un carro de feria se terciaba mi lonchera, mi pequeño bolso, los trabajos o carpetas y si llovía me cargaba para que mis zapatos no perdieran el brillo que todas las noches mi padre lograba mientras escuchaba noticias sentado en su mecedora milenaria, “la dormilona”. Le abrazaba con fuerzas a despedirme y me ceñía por un momento a su cuello, pero pocas veces volteaba para decir adiós de nuevo, además de mis ganas por ir a esa escuela, las empinadas bajadas por cuestiones gravitacionales con más fuerza me encausaban al salón.
El salón de clase era grande de minúsculas mesas de plástico compartidas, frente a la entrada de ese salón colorido el escritorio de la profesora, “la profe” era bien bonita. Encima de su escritorio, porta lápices y colores, pequeñas manualidades, regalos de antiguos alumnos. A su lado un armario en donde colgábamos las loncheras, los bolsos, y los suéteres  –en los días de lluvia cuando no eran tempestuosos–. Hago énfasis en mi lonchera porque la recuerdo con mucha alegría, uno de niño no come todo lo que le dan o lo que consigue, así que para evitar estos inconvenientes alimenticios, inteligentemente las madres han diseñado una dieta basada en galletas, jugo y gelatina, algunas mas ostentosas.  El salón tenía un espejo de gran tamaño, del mismo ancho de la pared, pero uno de niño, el egocentrismo lo proyecta en caprichos diferentes al de verse bien o tomarse el tiempo de arreglarse en el espejo –hablo de esos tiempo no tan lejanos–. Encima del tablero un llamativo abecedario, uno de mis primeros contactos con las letras, antes de las vocales con lentejas y lentejuelas. Luego de eso las planas de la vocales –Aa-Ee-Ii-Oo-Uu –, las imágenes con alguna palabra que comenzara  con la vocal de turno, y por supuesto, la tan mentada canción de las vocales. Aun la cantan en los jardines infantiles, y hacen coreografías. Del mismo modo se aprendían los números, eran clases de artística. Las clases de fonética eran con las canciones clásicas del kínder, era siempre el mismo cassette. Luego llegábamos a las combinaciones de consonantes y era el mismo relato: rellenar con arroz, con lentejas, con  lentejuelas, o escarcha, luego mas sellos con mas imágenes; el verdadero interés era colorearlos. Además siempre pensé que los dibujos de la profesora eran perfectos hasta que descubrí el truco: era un balde de pequeños cuadros que estampaba imágenes, Aros, burros, casas, dados etc. Y no podía pasar sin ser nombrado el sello con caras feliz o triste, este era el motivador de los chicos del salón de clase. El siguiente nivel eran las frases aliteradas, fáciles de memorizar y enfáticas en su “deseo”, de allí la famosa, “mi mamá me mima” y “la mamá ama a memo”; al parecer esta frase logra causar conmoción en cada viaje al recuerdo, porque aunque vocifero diciendo que escribo y leo, todo a veces es tan limitado como ésta frase. Otra de las formas más avanzadas en el proceso de acercamiento con las proyecciones de la lengua era las imitaciones de los garabatos que la profesora marcaba en la pizarra, en letra cursiva o como le llamaba letra pegada. Nunca solté mi mano. Otra de las prácticas de escritura eran las notas para pedir dinero a los padres; más plastilina, más crayolas, más resmas de papel, más rollos de papel, más toallas, papel higiénico más tablas con punzones, otra vez más plastilina, o alguna actividad cultural.
NOTA: señora –y el nombre de mi madre lo escribía yo con un color– la presente es para comunicarle que debido a la semana cultural que se acerca los chicos de kínder preparan un baile folclórico para el cual requieren un preparador y el alquiler de sus trajes. Para esto hemos de organizar una verbena en la cual necesitamos de su colaboración. Cada chico debe traer un producto para la venta en nuestro evento.
Sobre la lectura, era cuestión de repetir y repetir frases, pequeños enunciados aliterados, con mensajes limitados o en algunos casos sin ninguno. Igual con las canciones, solo se quedaban en melodías pegajosas que se repetían a parte de cada clase, en reuniones de casa. Leí algunos escritos que les llamaban cuentos llenos de prejuicios y moralejas, de esos que dicen a las personas que hacer, de esos que magnifican la culpa, de esos que escrutan nuestros deseos y los clasifican en malos y buenos. A los niños les encanta cuando las palomas vuelan, cuando la pelota rueda, cuando el timbre suena, cuando los carros hacen run, ¿por qué no comenzaron por ahí? Parece simple esta mirada pero que más se le puede pedir a uno, con seguridad y aunque a uno le guste ir a la escuela, uno se acuerda de las raspaduras, de los pantalones rotos, las rondas, el resbaladero, la rueda de centrifugado, el machin-machon. Mi quijada fue remendada dos veces en primaria, nunca quebré un vidrio pero si corrí con el travieso que si lo hizo, jugué cazadores y venados y atrape mariposas que salían en días húmedos, imagine estar vestido con cota de malla para amenguar las puntas de las espadas enemigas, mi padre era el herrero, ayudaba con la causa, conseguía tablas de cajas de tomate y las fabricaba; yo era el encargado de darles color y luego usarlas. Al colegio no podía llevar ese tipo de armas corto-punzantes, y de igual forma no me dejaban en casa. Desde luego que la escuela era divertida, no pase por lo que hablaban mis padres, de rocas o ladrillos en las manos y arroces en las rodillas; pienso que si me divertí, pienso que si aprendí, no digo que hallas sido malo. Si esto sigue así de entretenido más adelante sabrán ustedes que hubo cosas muy practicas, esas que aprendí en primaria y que me ayudaron a reconocer la grama, el prado y la maleza. Lo anterior tómenlo como se les antoje, de todos modos creo que en cualquier sentido, ya sea literal o metafórico aplica.
¡Si aprendí! Aprendí que los niños a un lado y las niñas al otro, que los más altos atrás y los más pequeños adelante, que los que se portaban mal firmaban el observador, que al salón de profesores no se entra y no se va a hacer cocos, que los profesores no se asolean, que las profesores hablaban más en los pasillos que los alumnos en los salones. Por fortuna si aceptaban los cielos morados, los prados celestes, los ríos dorados, las casas con habitantes gigantes y personas de pieles indias y ropa formal. Pero también aprendí buenas cosas. Ya pasamos por las vocales y las combinaciones, es curioso como aprendimos a leer los veinticinco criaturos de ese salón.
En primero primaria y tan rápido empecé a sentir dolores de estomago para no entrar a clase, más o menos me daban dos veces por semana y la profesora le decía a mi madre que tenía dolores de buche frecuentemente, y lo acompañaban con miradas socarronas mientras se comunicaban el trabajo del día siguiente. De primero primaria tengo muy bellos recuerdos, con seguridad mi profesora contaba cuentos como ninguna otra persona, historias verdaderamente novedosas, que no se conseguían en libros, algunas otras trocadas con leyendas propias de las veredas de Piedecuesta. Se movía con el ritmo de la historia, hacía gestos, pasaba por los pasillos de pupitres, recorría todo el salón, hacia sonidos onomatopéyicos. Ella sí que sabía contar. Irreverente, también contaba sin recatos a algunos padres sobre algunas de las malas inversiones de mi péquela escuela. En primero aunque tuve dolores de estomago, el parque de juegos y seguro no solo para mi, el salón era tan placentero como el polideportivo.
Todos los salones de la escuela eran de las mismas dimensiones, la misma arquitectura, la misma pintura verde manzana y blanca de guarda escoba negro, sola que cada vez que se avanzaba en años cursados se iba opacando de forma visible. Las cartillas empezaban más hojas, más letras y menos dibujos, los trabajos para entregar se tornaban menos tornasolados, y las tareas que en años anteriores hacía con más garbo, ya eran mezquinas en cierto modo, aunque la responsabilidad de hacerlas aun mantenía el interés por hacerlas, pero más de una vez estuve privado del descanso, aunque eran situaciones aisladas, y no cause dolores de cabeza a mi profesores.
Mi escuela aunque imperceptible en ese entonces para mi, tenía problemas que agobian aun la sociedad en la que vivo y ahora en mayor escala. No me fijaba que varios de mis compañeros de clase eran maltratados fuertemente por sus padres, que algunos sufrían de iras sempiternas, herencia de un hogar, tal vez de mamá, tal vez de papá. Varias veces vi a una compañera de clase con sus pequeñas piernas moradas, alguna con su cara enrojecida, Otras pequeñas personas llenas de amargura, me llevaban años luz de realidad. Algunos trabajaban llevando aguas mazas, otros más afortunados ayudando a sus madres solteras en puestos de mercado, y allí entre todo eso yo, incauto, con cuadernos nuevos, con pantalón nuevo, zapatos lustrados, con bolso sin rotos, con colores recién aguzados, jugando a las mismas cosas que ellos, estudiando lo mismo, sentado en el mismo salón, quizás compañero de pupitre. Yo, el aventajado no era tan aventajado como parecía serlo, yo debí serlo, yo no cargaba con esas cosas, yo no tenía una madre soltera, ni un padre alejado, no tuve un techo prestado y tuve la barriga llena.
Nunca pude entrar al aula máxima, de ella solo conocí las columnas que el día de mi salida de quinto grado y desde un tiempo atrás ya estaba llenas de verdín, se veían más delgadas desde su construcción, esa misma construcción a la que esperé entrar cuando en febrero, uno empezaba a detallar las cosas que le habían cambiado a la escuela, esas productos de los bazares y boletos de rifas –la primera queja de los papás–, Las rifas. Lo bazares los hacían dentro de la escuela, frente a los salones de cuarto, quinto y la dirección. Sacaban todos los pupitres y los papás asistían, no todos, a esos eventos donde nosotros sus pequeños hijos teníamos actos organizados, populares, presentaciones, imitaciones de las cosas de moda en ese entonces y los profesores se dejaban seducir por las botellas vacías, por las risas, y algún coqueteo con una madre o profesora. Los chicos, la mayoría consagrábamos esas fiestas para empuercar todas nuestras mudas recién planchadas. Quince días después la escuela convocaba una reunión en la cual se daba cuenta de lo recogido en el bazar, pero como las columnas lo decían: no era suficiente.
Había un endeble muro en donde los profesores no nos dejaban jugar por cuestiones de estabilidad y de carne molida. De ladrillos –de 10 por 4 por 23–, de cemento gastado, de verdín, con una sinuosa inclinación, esas que preocupaba a los profesores. Al otro lado del muro, y parece ser algo natural del ser humano, saber qué hay del otro lado, era algo que hasta tercero primario me intrigó, siempre me atrajo la idea de saber que había allá. Veo jóvenes que fisgoneaban hacia la escuela, pedían que les enviaran el balón cuando lo lanzaban hacia la escuela. Había una cancha, pero debía haber algo más, algo más grande. De allí venia la quebrada, y si en este lado se encontraban pequeños peces y algunos cangrejos, allí deberían haber más, mucho más, y no solo eso, tenían que haber más cosas, más pertenencias atascadas y sedimentadas. Efectivamente además de las cosas mencionadas, habían arboles a montón, cinco canchas, vacas, terneros, un camino hacia otro barrio vecino, al punto al que quiero llegar con esto era que existía otra forma, otro modo, ese muro que nunca se ha arreglado encapuchaba otra opción. El muro se fue a abajo, taparon con poli-sombra por un largo tiempo, era fácil pasar al otro lado, luego sin demoler el resto del muro endeble que quedo en pie, solo taparon y con algunos ladrillos que quedaron del derrumbe, de hecho hicieron una puerta, pero eso siguió siendo un peligro.
Imagino que en este título se esperaba alguien que hablara sobre las cosas que en mi vida no terminé o vi concluir, pues en una escuela pública, de 6 salones contando la dirección, son los profesores, los padres y los alumnos quienes construyen muros, levantan plataformas, consiguen arcos de futbol usados, siembran flores los sábados, y maquillan los muros agrietados con mensajes coloridos como, ¡gota a gota el agua se agota!

La niñez fue transmutando
Todas las mañana me levantaba a eso de las 5:30 am, el despertador era el ramillete de noticias vespertinas y el chorro del agua que caía en un platón que le llamaban tina, y dentro del él, un pote que le llamábamos ponchera. Nunca tuvimos una tina en casa, y no éramos extravagantes, pues bañarse con una ponchera sería como tener un expendedor de chocolates al lado del sanitario, extravagante. Muchas veces, la mayoría, las sabanas me detenían y en esas situaciones entra mamá, con la mano mojada, despacio sin aspavientos, y me chispeaba en la cara, cosa que yo de un salto quedaba sentado; ella riéndose me decía, “le va coger el tarde”. El desayuno era chocolate queso y pan, café galletas y huevo, chocolisto arepa y queso, sándwich y chocolate, La variedad en mi casa eran deliciosa. Mi barriga siempre estuvo llena por fortuna. Ya no me llevaban al colegio, ya no me alistaban la maleta y por eso los libros de toda la semana nunca salían de la maleta, era el típico chico con una maleta monumental, era más maleta que cuerpo, se podrán hacer a la idea fácilmente, pues aun podemos ver a esos chicos en los colegios. Hay cosas que nunca cambian. Parece que no cambian los libros de textos, que de kínder a quinto le piden a los chicos para leer y hacer las trivias en veinte minutos, las comprensiones de lectura. Los cuestionarios sobre de diez preguntas sobre lecturas de diez párrafos, que se realizan en grupos de cinco personas. Esto puede ser una de las posibles causas por las cuales los estudiantes se reparte un texto de una hoja para exponer.  
Recuerdo que las lecturas en tercer grado eran “científicas”, era la primera vez que el profesor se dirigía a chicos de primaria, pues siempre estuvo en grados altos de bachillerato y en los grados finales. Sin embargo fue el profesor el que nos exigió realmente, nos desafió, pues las lecturas eran fragmentos reales libros. De dichas lecturas se desprendían unos cuestionarios, los cuales tenían respuestas en orden de aparición en el texto: Lorena las primeras cinco preguntas, por consiguiente los cinco primeros párrafos; Darío las cinco siguientes y yo las cinco últimas. Conozco de estos cuestionarios monótonos y de solo referenciar información, pues aun suelen aparecer en alguna que otra clase de la universidad.
Luego en el colegio, la María, Amalia, Robinson Crusoe, El relato de un naufrago, Doce cuentos peregrinos, EL caballero de la armadura Oxidada, cuentos de Cortazar, Cien años de soledad, Los funerales de la mamá grande, viaje al centro de la tierra, el coronel no tiene quien le escriba… –Haga un resumen del texto– como no nos enseñaban las macro-reglas, esos resúmenes eran más largos que las mismas obras. Los resúmenes debían ser ilustrados, algo rescatable, pero no pasaba de la literalidad.
Hasta el solo de hoy trabajamos por romper el paradigma de la literalidad, y aunque en una carrera de literatura eso debería estar arreglado, mentiría diciendo que no me ha sido difícil leer profundamente. Por fortuna el tiempo ayuda y las repeticiones permiten llegar a puntos, a veces desesperados. 

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